Rastalf saboreaba el humeante café que le había
dado una mujer. Soplaba el vapor que formaba una nube densa con olor
mezclado de café y marihuana. Sostenía con las dos manos el tazón que
le calentaba. Sorbía lentamente. Normalmente el hippie vivía el momento
sin pensar en el segundo de después, pero el nudo en la boca del
estómago no hacía más que recordarle que a lo mejor ese paisaje nevado
sería el último que viera. Nunca se había planteado cómo seria su
muerte. Pero era curioso, porque no temía por él, no le preocupaba
morir, le preocupaba que sus compañeros morirían también. Había
confiado en ellos sin dudas, sin reparos. Le caían bien. Eran cómo él,
pero distintos. Quería protegerles. Quería seguir con ellos pasara lo
que pasara. Era extraño. Había dejado a su propia familia para vivir
con extraños en una comuna. Esos extraños se habían convertido muy
pronto en amigos, pero esos chicos, esos cambiaformas que había
conocido a penas una semana atrás, se habían convertido en su familia.
Dio una calada al porro, lentamente. Miró a lo lejos la cabaña de
ese tal Konietzo que parecía tener el destino de todos ellos en las
manos. Cerró los ojos. En su fuero interno apeló a la Diosa para que
les protegiera, les ayudara. Él había sanado con sus manos. Él sabía
que la magia existía, creía en la Diosa y la Diosa les había
despertado. Ellos eran la prueba que Ella no había perdido la fe en sus
guerreros, había dicho Lanegra. Todo iría bien. Él era un Hijo de Gaya.
Y una madre siempre escucha a sus hijos. O al menos eso esperaba.
Sorbió un poco del café amargo de la taza.
Tan concentrado estaba en sus pensamientos que no escuchó el
griterío hasta que los reunidos de podían contar por decenas. Algo
pasaba en el fondo del cráter por donde habían venido. Dio otra calada
distraída al porro mientras su curiosidad y el humo de éste en sus
pulmones menguaban la presión en la boca del estómago. Se acercó
lentamente al centro del túmulo.
Allí vio a Lanegra, que parecía describir a Gabriel, voz en grito
para hacerse oír, lo que estaba ocurriendo en el fondo del cráter. El
ciego estaba de puntillas, y parecía escrutar el foco de tal revuelo.
¡Le caía bien, ese metis! A lo lejos vio venir trotando a Artemisa, con
la ropa rota y desgarrada. Intentaba con una mano recuperar un poco la
dignidad de su atuendo, pero sin mucho éxito. Detrás de ella y con las
manos en los bolsillos, venía Drackk. ¡Ya había llegado! Natasha
llegaría más tarde, le había dicho la Furia.
-¿Qué ha pazado? –Gritó Artemisa.-¿Noz hemoz perdido algo?
Lanegra se giró y reparó en Rastalf. Le saludó con la mano. Cuando
la pareja de ahroun llegaron, ella les explicó, elevando la voz entre
el griterío:
-¡Ya han llegado los Uktena y los Wendigo! ¡Pero se espera que
lleguen ahora también los Hijos de Gaya, Contemplaestrellas, Moradores
del Cristal y Furias Negras!
-¿Wendigo? –Preguntó Rastalf.- A esa tribu todavía no la conocía. ¿Quiénes son?
-Mira, son aquellos de allá que parece que vengan de Tejas. –Dijo Lanegra.
-¡Ah! ¡Zon americanoz! –Dijo Artemisa.
-¿Cómo lo sabes? –Dijo con picardía Rastalf.- ¿Por los sombreros de
cowboy o porque llevan la bandera de Estados Unidos bordadita en el
bolsillo posterior de los tejanos? -Artemisa lo miró, sin comprender.
-Sí, son americanos, y se les ve a la legua, cómo insinuaba Rastalf. –Dijo entre risas la mulata.
-¡Eh! –Les dijo Gabriel para llamarles la atención.- ¡Que llegan los Hijos de Gaya!
Rastalf se apoyó en el hombro de Gabriel para ver mejor. La
superficie de la piedra que había en el centro del hoyo ondeaba como si
fuese plata líquida. El Margrave Konietzo estaba plantado frente a
ella, con sus dos guardaespaldas dorados a los costados. De dentro de
la puerta lunar salió un chico moreno, delgado, y que vestía unos
pantalones a rallas, una sudadera con el logo de Green Peace y un
pañuelo palestino. Miró alrededor y saludó con la mano. Detrás de él
salieron dos jóvenes más con las mismas pintas, un chico y una chica.
Los tres chocaron informalmente la mano con el Margrave, que se sentía
un poco violentado por un comportamiento tan coloquial. Uno de los
crinos dorados los presentó. Escuchó que al primero lo llamaba Stuard
Amante de la Calma, al segundo Anthony Arco Iris, y a la mujer Shandra
Llama a la Lechuza. Le hacían gracia esos nombres a lo indio que tenían
algunos garou.
-Oye, tía. –Le dijo a Lanegra.- ¿Por qué tienen esos nombres tan raros?
-Porque ese nombre raro que tú dices es su nombre de garou. Alguien los
bautiza así a raíz de una gran amistad, una hazaña o alguna habilidad
que tengan. –Le contentó. Rastalf movió la cabeza afirmativamente para
indicar que lo había entendido.
-¡Eh! –Volvió a llamarles Gabriel.- ¡Que vienen los Moradores del Cristal!
También eran tres. Esta vez los tres eran hombres. Vestidos de un
impoluto traje, con una sobria corbata y peinados a conciencia. Se
acercaron a Konietzo con una reverencia y le entregaron algo. Parecía
una tarjeta de visita. También los anunciaron, pero Rastalf casi no
escuchó los nombres. Stan No-se-que-del-Castillo, Marc Sombras-en-Algo,
y del tercero sólo pilló el nombre humano, Favien. Tampoco recordaba
que Lanegra hubiese mencionado esa tribu, pero se veía a la legua de
donde venían: de una gran cuidad inglesa, Londres quizá. Eran yupies.
Emocionado, Gabriel volvió a llamar su atención. Ahora entrarían
los Contemplaestrellas. En esta ocasión sólo entraron dos garou. Un
hombre, con rostro oriental, de unos cincuenta y tantos, vestido con el
traje tradicional de gala japonés, una especie de kimono oscuro con dos
bolitas de peluche en el cinturón. El otro oriental era más joven,
esbelto y llevaba el cabello recogido en una larga cola. Vestía una
especie de atuendo militar antiguo, hecho cómo de cuero, y caminaba
unos pasos por detrás del otro. Rastalf lo miró mejor. Había algo que
no cuadraba. Andaba extraño. Le recordó vagamente a cuando alguien
intenta hablar un lenguaje que no es el suyo. Ese chico andaba “con un
acento raro”.
-Es lupus.- Dijo Lanegra. El hippie la miró, interrogante.- Del
mismo modo que tú eres humano y te transformas en lobo, ese chico es un
lobo que se transforma en humano.
¡No había caído en eso! O sea que ese chico era un lobo-hombre. Por eso
andaba extraño. Lo miró. Seguía al otro que parecía que fuese su
maestro. El japonés de más edad hizo una escueta reverencia ante
Konietzo, el joven hincó una rodilla. Los anunciaron cómo Akira Que
Mira Sueños y Shinji Lobo del Templo.
-¡Artemisa! –Volvió a gritar Gabriel.- ¡Que ahora llegan las Furias Negras!
Rastalf miró a Lanegra. Una sombra pasó por su rostro. No pudo decir si
era preocupación o ansiedad. Entraron cinco hombres y una mujer. Tres
de los hombres parecía que llevasen una caja grande, del tamaño de un
ataúd. La mujer parecía la líder. Pequeña y movediza, con un peinado
que le recordaba a los Jackson Five, se acercó a Konietzo y hizo una
reverencia. El crinos dorado que anunciaba los nombres de los recién
llegados presentó a Kenoloke Greña Salvaje. Informó también que
regresaban los Colmillos Plateados que habían estado defendiendo el
túmulo griego con las Furias Negras. Dos de ellos no habían regresado,
pero cómo deferencia, Akana Joroñe que Joroñe, alfa de la manada del
Legado Antiguo, había preparado sus cuerpos para que fuesen enterrados
en suelo Noruego. Además, cedía dos de sus guerreros al Margrave, que
eran los otros dos hombres que no cargaban con la caja. Uno de ellos,
sin ningún cabello en su cuerpo, fue presentado cómo Ares Cachorro
Eterno. El otro, tenía un indudable parecido con un afamado cantante
portorriqueño, y lo presentaron cómo Diego Escruta el Alma. Rastalf
sintió que Lanegra aguantaba la respiración.
-¿Furias Negras… machos? -Preguntó Rastalf. – ¡Me pensaba que era una tribu de tías!
-Son metis, -Dijo Demothy. Rastalf dio un respingo, no lo había
escuchado llegar.- El tal Ares no tiene pelo, y el Escruta-lo-que-sea
lleva una banda en la frente. Seguro que para esconder un cuerno o algo
así, ya lo veras. Hijos de Furias Negras.
Rastalf miró a Lanegra, pero ésta parecía pendiente sólo de los
recién llegados. Tenía los ojos muy abiertos. La mujer del pelo a lo
afro la vio y le saludó con la mano, pero ella no le contestó. Siguió
su mirada y vio que el joven de la banda en la frente también la
miraba.
-Lanegra, -Le preguntó.- ¿Los conoces?
-Bueno, -Dijo ella, volviendo a la realidad.- a Kenoloke sí, a los otros dos… les he visto en un par de ocasiones, nada más.
Rastalf supo enseguida que le ocultaba algo.
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