Estaban nerviosos. Se les notaba a la legua.
Esperaban que llegara Lanegra. Habían ido a la plaza de la Catedral
antes de tiempo. Querían terminar con esto lo antes posible. Y saber
que pasaría con sus vidas a partir de ahora. Por eso estaban nerviosos.
Pero él se mantenía calmado. Al menos esto era lo que Pachiego quería
creer. El suelo a su alrededor estaba lleno de papelitos de caramelos
de menta. Hacía rato que no se decían nada. Miraban a los lados, pero
sus pensamientos estaban en otro sitio. Gabriel golpeaba monótonamente
su bastón en el suelo, Demothy y Rastalf fumaban un cigarrillo tras
otro, Artemisa jugueteaba con el huesecillo de su trenza.
-¡Oye! ¿Qué llevas ahí? –Le pregunto el hippie.
-¿Dónde? –Le contestó la mujer, volviendo a la realidad.- ¡Ah,
ezto! Ez un recuerdo de cuando eztuvimos con laz muj… ehem… laz Furiaz
Negraz del túmulo de Vallgorgina. Ez un huezo de algún pájaro o algo
azí.
-¡Mola! ¡No me había fijado! –Le dijo, admirando el objeto cómo si fuera una pieza de orfebrería.
-Ez normal, erez un hombre… –Dijo casi sin pensar.- Bueno, que quiero decir que vozotroz no oz fijáiz en eztaz cozaz, ya zabez.
-En la comuna donde yo vivía había un tío que cuando encontraba
algún cacho pollo en la basura, guardaba ese hueso. Después de comerse
la carne, quiero decir. Les llamaba huesos de la suerte, porque decía
que cuando pedías un deseo y lo partías, si la pata larga del hueso
quedaba en la mano derecha,… o la izquierda, no recuerdo bien, se
cumplía.
Pachiego escuchaba a Rastalf, pero cuando Artemisa volvió a hablar,
decidió trasladar su atención a otro tema. No sabía que era, pero esa
mujer tenía algo que le crispaba los nervios… a parte de que era una
mujer.
Miró alrededor. Fue el que la vio primero. Lanegra se acercaba. Era
una mujer de unos treinta y muchos o cuarenta y pocos, esbelta pero
fibrada, mulata, oscura de piel. Sus ojos también eran oscuros. Vestía
unos tejanos y una camiseta de tirantes, y calzaba zapatillas
deportivas. Un pequeño saquillo pendía de su costado. Llevaba el
cabello trenzado y recogido con una cola de caballo.
-Hola muchachos, -Les saludó. Rastalf que seguía pendiente del tocado
de Artemisa dio un respingo.- veo que os habéis cambiado de ropa… Eso
esta bien. ¿Habéis descansado?
-Regresamos al piso de Phillip, pero ella no estaba. –Dijo Gabriel.
-Pero montamoz un ziztema de vigilancia por zi vuelve. –Dijo Artemisa.
-Sí, -Corroboró Demothy.- Ella acopló la webcam del ordenador de
Gabriel al sistema detector de movimiento de la alarma del piso. Si
todo va bien, y si vuelve, se captarán fotografías y nos dirá la hora
en la que entró y salió.
-Es una muy buena idea, Artemisa. ¿Encontrasteis algo más en el piso, Demo?
-Sí, yo tengo un cabello caoba, seguro que es de ella. –Dijo. Pachiego
bufó. ¡Un cabello! ¡O sí, que importante! ¿Y no se había llevado
también una mota de pelusa?
-Ya se que puede parecer raro, Pachi, pero un cabello en manos de
un theurgue puede ser muy peligroso para su dueño. –Confesó Lanegra.-
Vayamos hacia el túmulo, que va a hacerse de noche y cuando salga la
luna me gustaría poder marchar ya.
La mulata les guió por callejuelas del barrio gótico de Barcelona.
En una de las calles, se paró delante de una puerta de acusada edad.
Golpeó la hoja con los nudillos. En pocos segundos se abrió. Una mujer
bajita y regordeta, con un delantal estampado, apareció tras la puerta.
Reconoció a Lanegra y la abrazó. Intercambiaron algunos saludos y le
contó brevemente porque estaban allí. La mujer les invitó a pasar.
Hasta que no la miró mejor no supo ver que el delantal no era
estampado, eran manchas, montones de manchas, y suciedad.
El interior olía a cerrado y a frito. El bullicio era perceptible antes
siquiera de ver a nadie. Gritos de mujeres y hombres, de todas las
edades. Un dialecto que recordaba a la manera de hablar de Drackk.
Caminaron de uno en uno por el estrecho pasillo del antiguo edificio de
paredes desconchadas y sucias. Legaron a una sala que tenía varios
sillones, todos ellos ocupados por gente que parecía de etnia gitana.
No había dos asientos iguales, y su edad era patente. Los chicos más
jóvenes, una decena de ellos, corrían y gritaban por toda la sala. Un
aparato de radio “reparado” con cuerda cerca de un enchufe, y un
casquete que pendía del techo con una bombilla de luz amarillenta, eran
todo el vestigio de tecnología que había allí. Los compañeros
saludaron, cohibidos, pero Lanegra se entretuvo a chocar la mano,
abrazar y saludar a todos los presentes. A uno de ellos le pidió con un
gesto que se acercara a los chicos, era el hombre más grueso y de cuyo
cuello colgaba una enorme cadena de oro.
-Cachorros, os presento a Ramón Callejón Oscuro, Roehuesos y alfa
de esta manada, Hueco en el Mundo. Éste es Demothy, el alfa de la Luna
Fría, -Dijo, presentándolo.- Gabriel, Artemisa, Rastalf y Pachiego.
Cuando le tendió la mano, el de la chapela se fijó que sus uñas estaban llenas de hollín y grasa. Reprimió una mueca de asco.
-Payos, -Les dijo el hombre con su vozarrón.- los theurge ya tan
avisaos y os abrirán el puente a la caída der só. ¿Quieren papeá argo
anteh de largase? Hay poca cosa, argo de pang, queso, vino…
-Ahí va la ostia… ¡Vino! –Dijo Pachiego. ¡Hacía décadas que no
probaba un buen vinico!- Claro que sí, una copilla no estaria mal ¿no?
¡Joder!
Lanegra sonrió, complacida. Los demás compañeros arrugaron la
nariz. Ramón le dijo algo incomprensible a la mujer del delantal, que
desapareció entre la jauría de niños que correteaban alborotados. Al
poco regresó con unos platos descantonados llenos de pan reseco, queso
que no tenía muy buena pinta, un trozo de carne cruda de color verdoso
y una jarra llena de vino. Una lata abollada hacía las veces de vaso,
que la mujer tendió orgullosa a Pachiego. Éste, borrado todo resquicio
de remilgadura, se la llenó hasta el borde del espeso líquido de la
jarra. Se lo tomó de un sorbo.
-¡Ah! ¡Que rico! ¡Ahíva la ostia, joder! –Dijo. El vino le
encantaba. Vio que Callejón Oscuro se crecía, hinchaba el pecho y
sonreía ampliamente. Ese gitano le caía bien. Señaló la comida que
habían traído. - ¿Puedo?
El Roehuesos afirmó, complacido. Pachiego tomó un poco de pan, una
loncha de queso, una porción de la carne y lo puso apilado. Buscó un
palillo, pero sabía que no lo iba a encontrar. Lo que si que vio es que
por el suelo había un trozo de alambre, o una astilla,… o lo que fuera.
Lo cogió y lo clavó, atravesando todos los pisos de su construcción.
-Mira, tío, -Le dijo.- Así es cómo se come en mi tierra ¡Ahíva la
ostia, joder! –Y devoró el pincho de dos bocados. Los compañeros
decidieron mirar hacia otro lado. Ramón rió a pleno pulmón.
-¡Me cae bien, este payo! –Dijo, con su gruesa voz.
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